30 de mayo de 2020

Donde las mujeres (1996)


Donde las mujeres - Pombo y García de los Ríos, Álvaro - 978-84 ... 


Alvaro Pombo - Donde las mujeres (Narrativas hispanicas) - Editorial Anagrama (1996)

Una chica descubre que su padre no es su padre, pero es es al final. Lo descubre tarde y la imagen que tenía de su familia se desdibuja en sus propias manos. Se entera que es producto del amor libre de su madre y un arquitecto madrileño en la época antes de la guerra. San Román, una península española es el escenario y cueva de rumores.

Alvaro Pombo, tiene gran dominio de la psicología y conclusiones...descripción acertada y universalmente humanas.

Estando en las entrañas del razonamiento del personaje principal. Aleatorio, pero dentro de un orden de las cosas...se puede ver  el vacío de las palabras retratadas de la adolescencia del personaje, a saber que uno no es autor pleno de sus pensamientos.

Es una novela de la verdad, de la decepción. De la importancia de los actos más superfluos. De las mentiras, del abandono, del abandono en cuerpo presente. Del dolor, de la sangre, de la pertenencia y la curiosidad, podría volver a decir, de la decepcion, pero una decepcion avinagrada, no solemne. Semejante al asco sin explicación ni razón.

Me atrevo a decir que durante la juventud, la culpa que pulula es solo impotencia. Es la molestia de saber que no se sabe, y en el caso del personaje principal, lo que se ignora es esa identidad desfigurada un día, por su propia familia.



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Tía Lucía siempre enfatizaba —y mi madre asentía discretamente a esto— que no estaba tía Nines loca, sino tan cuerda como cualquiera de nosotros. Y la prueba estaba en que, cuando la encontraron sin vida una mañana, tenía abiertos y elocuentes sus dos ojos, tenazmente clavados en el cielo raso de su habitación con lavabo individual, con un aire de paz y confianza en lo que la esperaba en la otra vida.En esta vida, en cambio, no esperó tía Nines gran cosa.

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por eso se habló de ello tanto aquel invierno: porque, al hablarlo, lo triste, más que entristecer, ennoblecía, embellecía la propia situación.


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A pesar del encanto que tenía, su seriedad sin pretensiones.

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 Y es que Fräulein Hannah, no obstante llevar ya entonces veinte años viviendo en España, sentía en los huesos los fríos de su patria, las primaveras tardígradas de Renania y de Prusia.

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Durante todo el día hasta la noche anduve dando vueltas inflando como un globo la menos importante de todas las cosas que habían ocurrido,

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Luego empezó a vivir aquí, y vio abrirse, como un bostezo inmenso, un porvenir sin porvenir, sin entretenimientos, estéril, como él dice.

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pero mi madre sólo, o casi sólo, decía: «Tengo yo la culpa de todo eso.» Con lo cual dejaba el asunto a la vez zanjado y concluido, pero cada vez más y más inacabado.

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Centelleó el «papá» aquel con la tosquedad alocada de un pichón que se cuela en casa y se golpea contra las paredes y los cristales y las puertas aterrorizado, aterrorizándonos.

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Era la tristeza que provenía, creo yo, de la sintaxis, de la prosodia, y de la sintaxis indeliberadas, como si no fuese tía Lucía quien hablaba al estar oyendo yo su voz, sino otra voz, la voz de aquella isla y aquel atardecer o atardeceres y de mi primera adolescencia.

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Ahí se tuvo que parar, en el porche, porque el cortinón de lluvia que caía no dejaba ver ni el seto. Era una lluvia compacta, verdosa, marrón clara. Una lámina de agua casi vertical.

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Así es la juventud esa que dicen, la primavera de la vida: inseguridad, mal humor, y el peso de la culpa.

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Al final quizá de nuestras vidas. Consistía en saber hasta qué punto creía Violeta, y creía yo, que valía la pena transformar nuestro espontáneo cariño infantil en un afecto duradero.

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Hablar es la manera más segura de desfigurar todas las cosas.

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Mientras se está solo, pintando o dibujando las cosas, se es sinceramente uno mismo,

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¿Cómo podía yo sentir que fingía, y al mismo tiempo estar segura de que no quería decir nada distinto?

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el matrimonio, según esto, era un desatino, porque pretendía combinar lo incombinable, mis dos mundos: el ajeno y exterior con el propio y secreto.

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Me dio por no comer. Tener hambre y no comer me hacía sentir fuerte, pero también ridícula.
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Nunca había experimentado esa emoción de ver cómo te van convirtiendo en personaje los demás.

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Tenía gana de tomarlo a broma, pero pensé que si bromeaba perdería la oportunidad de saber de verdad lo que Violeta sentía a los dieciocho,

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Tom era la primera persona que invariablemente me tomaba a mí y a mis cosas por tema de conversación, al atardecer, en la otoñada lluviosa, oyendo cerca el mar.

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Me desagradaban esos celos que, sin embargo, en el fondo, me regocijaban, porque pronunciaban con todas sus letras lo que Tom y yo nunca nos decíamos.

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Su belleza, su descaro, aquel desparpajo, no sé cómo llamarlo... su desenvoltura. Eso hizo que yo mismo me desenvolviera con más facilidad.

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A esa felicidad que sentía escribiendo y leyendo no quería llamarla yo felicidad, porque estaba al alcance de mi mano. La felicidad no podía ser lo que se tiene ya, sino algo que está al final de un recorrido —suponía yo— y que todavía no se tiene

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cualquier clase de felicidad lograda a mi edad —cavilaba yo—equivaldría a legitimar la imperfección.

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La familia es una relación que también vale en la medida en que desaparece.

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La discusión con Violeta había surgido a consecuencia de la incapacidad que todas por igual las mujeres —según él— sufríamos de saber qué es qué y lo que pasa por el mundo.

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Has de saber que la paternidad, a diferencia de la maternidad, es aleatoria.

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Porque —sin duda—, con mi padre en casa, la familia perdería intimidad, me mirarían como la gente se mira entre sí.

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Preferiría, yo le digo, que me adoraras menos y me amaras más como un cualquiera.

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Que aún viviera en Madrid, que quizá hubiese pensado en mí alguna vez o quizá con frecuencia, cobraba de pronto una relevancia hormigueante

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Como comprenderás, en ese mundo los hijos eran totalmente accidentales

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Me quedé en Madrid. Al salir eché a andar hacia la calle Princesa.
Poco antes de llegar decidí quedarme en el hotel ante cuya puerta acababa de pasar. Una habitación interior. Ahí pasé muchos días seguidos, casi todo el mes.

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Chica, te suicidarás, pero nunca parecerás una suicida.

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No podía meterme ahí, Llegué hasta la puerta y me volví a la estación.
Pero no podía quedarme en la estación, no podía quedarme en San Román dando vueltas con un maletín. Tenía que volver, era la hora de comer.
Cuando llegué a casa eran las tres de la tarde. No llovía apenas ya.

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Tú puedes acostumbrarte, y acostumbrar a los demás, a que te quieran, a quererlos, sin dejarte llevar y sin perderte. Sin malgastarte, sin malgastarles, no lo sé...

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Quizá era más exacto decir que me estaba reanimando comprobar, al tenerlas delante en persona, que la realidad es un examinador muchísimo menos riguroso que la angustia.

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la amargura me impedía darme a mí misma toda la razón.

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