19 de junio de 2020

El Gallo de Oro (Juan Rulfo)


El gallo de oro: resumen, editorial, y todo lo que necesita saber 

Esta historia no atrapa tanto por la historia en sí que más bien parece una fábula tratada por un gran fabulador como fue Rulfo. Atrapa más bien por los dialogos, al igual que Puig, Rulfo habla como hablan sus personajes. Parece un gran poema largo...la imagen del gallo enterrado con la cabeza fuera de la tierra. Desenterrando a su madre para darle un sepulcro digno, son como toda la narrativa de Rulfo , visual y sonora...sonora como un poema que se casi se canta. Es difícil compararla con Pedro Páramo pero a su vez no hace falta hacer comparaciones sino similitudes...seres que hablan en las llanuras a pesar de estar rodeados de "gentes"...caminando en la fina linea entre la muerte y la vida, como el  México que nos dibuja el imaginario de Rulfo.


No he visto la película que parece otro cantar (hablando de gallos). Según leí el guión de la adaptación fue nada menos que de Garcia Marquez y Carlos fuentes. 



He visto guiones de Borges "Invasión" simplemente por tratarse de Borges, pero no he salí muy entusiasmado.Aunque debo confesar que la vi sin mucho entusiasmo.



Anotaciones del libro: 


acabando por aceptar casarse con el Pinzon, pues supone que la ambicion de este y la aficion de ella por andar en las ferias le reportara cierto apoyo.

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Al terminar la fiesta sacando su gallo vencedor, seen-cuentra a un tal Colmenero

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Ella vestia ahora de negro, con un collar de perlas que reful-gia aun en la sombra,

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Nunca dejaba un rincon de San Miguel del Milagro sin su clamor,

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amenizando los ratos de descanso del pregonero con las desafinadas notas del Zopilote Mojado.

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Zacatecas, todos por-tando gallos tan finos que daba pena verlos morir.

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Y ya estaba dispuesto a torcerle el pescuezo, cuando Dio-nisio Pinzon se atrevio a contenerlo:

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Al llegar a su casa hizo un agujero debajo del tejavan y, auxiliado por su madre, enterro alli al gallo, dejandole solo la cabeza de fuera.

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Le metia migajas de tortilla y hojas de alfalfa dentro del pico, esforzandose por hacerlo comer. Pero el ani-mal no tenia hambre, ni sed; parecia tener solamente ganas de morirse,

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Los pocos centavos que llevaba los gasto en alimentar a su gallo,

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lo cierto es que cuando llego a Aguascalientes, para San Marcos, todavia traia su gallo vivo y el vestia de otro modo: de luto, como siguio vistiendo toda su vida hasta el dfa de su muerte.

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Torno tierra del suelo y la restrego en la cresta de su animal para contener la hemorragia

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Cuquio era un Iugar pequefio, pero plagado de tahures, fulleros, galleros y gente que se vivia ahorrando su dinerito todo el afio para irlo a tirar a las patas de un animal o a los palos de una baraja sefialad

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El era el que me queria. Pero trataba de amarrarme. De encerrarme en su casa. Nadie puede hacerme eso a mi ... Sim-plemente no puedo. ~ P a r a que? ~ P a r a pudrirme en vida?

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-Lo que ustedes necesitan es sosegarse ... Ponerse tran-quilos. Pues arbol que no enraiza no crece ... En cuanto a casa, yo les ofrezco la mia por ahara y por siempre.

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aunque, como termino diciendo, contra la mala suerte no se puede.

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Ademas, que en la gallera solo quedaban puras "monas", gallos ya quemados y viejos, utilizados unicamente para calentar a los de combate.

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un estanciero del Bajio a quien acompanaba su medico, pues al parecer padecía del corazon, lo que no le impedia ser el único de los jugadores que tomaba una copa tras otra de aguardiente, combinandolas en ratos con varios frascos de medicinas que tenia a la mano, sabre la mesa. Llamaba la atencion porque siempre estaba tomando algo "para el susto" o "para el gusto", segun ganara o perdiera. El medico, por su parte, le tomaba el pulso de vez en cuando, o le auscultaba el corazon, aunque esto no le impedia participar tambien en el juego.

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-¿Por qué no me avisaste que estabas muerta, Bernarda?

2 de junio de 2020

Los huesos de mi padre




Libros: Memorial de Casa Grande

¿Serán éstos los 206 aristocráticos huesos de mi padre?
Todos completos, con su maxilar inferior, su frontal,
sus falangetas, su astrágalo,
su vómer, sus clavículas?
No se habrán confundido
en la Fosa Común
con los de un vagabundo
de esos que abundan en las calles de Lima,
y mueren sin un grito? Cómo voy a confiar
en que sean éstos los huesos de mi querido padre,
don Octavio, Tachito,
si en la Fosa Común donde lo echaron
puede ocurrirle cualquier cosa
a los huesos de uno?
Su hermano, tío Reynaldo había jurado
encontrar a mi padre, y recorrió toda esta Lima a pie
durante un año, para hallar a mi padre, el poeta,
que se había perdido en la ciudad,
como suele ocurrirles a los ancianos y a los locos.
Todos los días salía, después del desayuno,
a buscar al hermano mayor,
a aquel poeta provinciano,
talentoso, desgraciado y perdido
por los barrios de Lima. Llevaba
una vieja foto de mi padre, amarillenta,
donde aparecía con su pelo ya blanco,
sus ojillos brillantes de inteligencia, sus mejillas flácidas
labradas por años de inútiles batallas
contra lo que él llamaba su destino adverso
cuando se hallaba de un ánimo blasfemo,
dispuesto a enrostrarle a un Dios
en el que no creía,
sus continuos fracasos.
La boca grande, elocuente.
La frente alta y despejada. Con un terno marrón, creo,
a rayitas. Esa imagen debió corresponder
a una época feliz, tal vez la de Huaraz,
cuando estábamos todos juntos, mi hermana
mi madre y yo, mucho antes
del divorcio.
Reynaldo la mostraba
a la gente, los interrogaba venciendo
su enorme timidez: “¿Ha visto a este hombre?”
indesmayablemente a pie,
tío de a pie como un remoto soldado de una guerra perdida,
raso, humilde, cumplido,
indagando en los parques, en los hospitales,
en las estaciones de autobús,
en los mercados,
pues quería encontrarlo,
ésa era la misión que se había impuesto
antes que la muerte se lo lleve.
Pero la muerte se llevó primero a tío Reynaldo
de un cáncer al estómago,
sin saber que mi padre lo había precedido en el último
rumbo,
y no fue sino mucho más tarde que mi hermana
al fin encontró a mi padre
en una Fosa Común del cementerio de Miraflores
donde sus huesos misteriosamente habían venido a dar
porque nadie había reclamado su cadáver.
La muerte
que con callado pie todo lo iguala
lo había sorprendido en un asilo municipal
donde llevan a los locos que vagan por las calles de Lima
y había muerto, enloquecido y solo,
él, Octavio, Tachito, el poeta, el hermano mayor
que había nacido en cuna de oro.
Siempre pensé que moriría rodeado
como Maese Manrique
de sus hijos, hermanos y criados
reconciliado con su terco destino
y cesaría la angustia
la loca angustia que desorbitaba sus ojos
porque no quería morir como un fracasado
y su muerte le cerraría para siempre
las puertas de La Gloria.
No reposó un instante en vida
acechando a la suerte en todos los caminos,
en todos los concursos,
esperando un cambio del destino
un premio, algo definitivo
que sacase su nombre del anonimato
y le diese la paz. Ya no soñaba con el Premio Nobel,
sino con la publicación de sus poemas
que eran profundamente hermosos
y cada día más bellos
cuanto más desgraciada era su vida.
Se sentía en deuda
con nosotros sus hijos,
y los recuerdos de nuestra infancia feliz lo atormentaban
hasta hacerlo sangrar
como un patriarca loco que ha perdido
el paraíso inadvertidamente
por una mala mano en el tresillo
un mal consejo, o una debilidad de temple
inconfesable.
Entonces quería estar solo, huía
de la familia, se confundía
en Lima entre los vagabundos, le aterraba
y le atraía como un destino escrito
la mendicidad al final del camino. No aceptaba
el rol que todos querían para él:
el del abuelo sabio y respetado
que mora y aconseja en el hogar de su hija: prefirió
seguir en la batalla hasta el final,
irse a la calle
esperando un milagro.
Sus despojos
fueron a dar a la Fosa Común
hasta que el proceso
de putrefacción termine, en cosa de tres años
y sus huesos, mondos, nos fueron entregados
en una caja de zapatos, con una etiqueta
identificatoria.
Ahora reposan en el Cementerio el Ángel
en una de esas fúnebres bibliotecas de huesos
a pocos bloques de donde mi madre duerme su sueño
eterno.
La muerte, piadosamente,
ha acercado los huesos de dos seres que la vida separó,
y sus nombres han vuelto a aproximarse
en el silencio de este Camposanto
como cuando se vieron por primera vez
y se amaron.
En ocasiones
mi hermana y yo llevamos flores,
a un sepulcro y el otro,
y todavía sufrimos por su amor desgraciado,
que sin embargo dio maravillosos frutos.

Memorial de casa grande (2005)